lunes, 31 de agosto de 2009

E. (de érase una vez una chica)

Érase una vez una chica con los ojos muy muy muy tristes. Tan tristes que cuándo ya no podía más, se le ponían de color amarillo y la gente la compadecía.
Cuándo era niña, siempre brillaban al Sol de un color verde oliva. Pero un día un malvado príncipe encantado llegó y le arrancó ese brillo especial, cubriendola de tristeza y dolor.
Y pasaron los años, y dejó de ser niña, pero nunca de recordarlo.
Y se hizo mayor, y lloró pocas veces más. Y el dolor se acumuló en sus pupilas formando un color bronce casi constante, que camelaba a los hombres.
Y muchos la llamaron bella, preciosa o bonita, pero ninguno le dio lo que ese príncipe traicionero. Porque ninguno fue príncipe.
Y ella endureció, y decidió perder la esperanza de encontrar a cualquier otro.
Hasta que un día, un hermoso principito de tez dorada la miró de forma diferente. No intentó desnudarla, ni tocarla nada. No la aduló para conseguir nada, porque sabía que no lo conseguiría. La aduló porque sí, y a ella le endulzó el corazón.
Y volvió a sonreír, no cómo antes, pero algo era algo.
Y poco a poco empezó a soñar con el futuro, viendo que podía tener uno agradable, cómo se merécía todo el mundo.
Y el principito se convirtió en PRÍNCIPE, y ella en reina.
Y fumaron la pipa de la paz juntos, se emmborracharon de alcohol ( y quizá algo de tequila) y hicieron el amor cómo locos.
y llegó la hora de despedirse durante un tiempo, tan sólo un hasta luego, nada de <>. Y se puso triste, pero cuando lo miró a los ojos, sonrió.
Y dejó de ser la chica de los ojos tristes para ser la chica que lo esperaría para siempre.





Y comieron perdices y vivieron felices.

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